Luis Benítez: La sed - cuento en español


La sed


Llevo años haciéndolo. Pero en el caso de aquella mujer, además de la obligación (aclaro, nunca lo hice con gusto) estaba la curiosidad. Curiosidad por saber qué la había llevado a provocar aquello que, si en mi vida era un suceso más de ese día, en la suya se constituía en un hecho importante.

La señora Ibáñez no poseía, según yo sabía, ninguna cosa más que su empleo. En el banco nunca se había destacado: repasando el legajo que tenía enfrente, confirmaba su apariencia.

 Había evitado mirarla cuando entró y yo debía seguir haciéndolo, como concentrado en el legajo, para que ella esperara allí, de pie frente a mi escritorio, hasta que yo alzara la vista para decírselo.

Ella ya lo sabía. El trajecito prolijo y el mismo, como un delantal de trabajo, limpio y gastado, sin otra pretensión que vestir todos los días que van del lunes al viernes, de 9 a 17. Tal vez, fuera de ese horario, seguiría usándolo.

La señora Ibáñez me intrigaba. Tan infeliz, no se daba con nadie, no se le conocían amigas en la Casa ni fuera de ella. Había llegado al pueblo hacía seis años y el espionaje cotidiano de sus habitantes no había logrado, en todo ese período, encontrar en su vida y obra nada digno de mención. Los chismes "que en el Banco van y vienen como los cheques y los pagarés, de mano en mano, o sea, los chismes ¿no? de boca en boca" (la frase es de mi mujer, a mí nunca se me ocurriría una comparación semejante), no traían más datos, salvo, claro que sí, ya lo recuerdo, que la señora Ibáñez vivía en una pensión donde no había entrado ninguno de sus compañeros de trabajo. La dirección que había leído en su planilla era la de una pensión situada en el límite oeste del pueblo.

Tiempo atrás, la señora Ibáñez había comentado que domingo de por medio visitaba a su padre, quien vivía cerca de Buenos Aires. Un lunes apareció en el banco con un brazalete negro y dejó de visitarlo. Formalmente le dimos el pésame jefes y subalternos. Formalmente nos dio las gracias. Se la notaba más animada ese lunes, sin que hiciera comentarios, pero más animada. Luego nada más, durante cuatro años.

Levanté los ojos del legajo y vi que sus cabellos empezaban a rayarse de gris. Nunca antes me había fijado.
Fotografia de Franccis Yoshi Kawa
Sorbí un poco de café (en su situación hubiese querido invitarle uno, francamente no tenía nada contra ella, pero el momento no lo permitía). Dejé la taza sobre el platito sin querer hacer tanto ruido, pero no se oían en mi despacho otros sonidos que los de los teléfonos lejanos y el monótono de la trabajosa mecanografía, que existían más allá de una pared de vidrio opaco.

 —¿Ya sabe por qué lo hizo?

 No estuve brusco ni acusé; quería saberlo y el caso me inspiraba, no sé cómo decirlo, más curiosidad que furia responsable o compasión. No era muy habitual y un poco, con los otros gerentes de la sucursal, habíamos hecho conjeturas al respecto. Para hacer apuestas no nos daba el entusiasmo y, sin embargo, ese mediodía me iban a preguntar por la señora Ibáñez antes de atacar el almuerzo.

 La suma era pequeña, no se trataba de algo que fuera a perturbar en absoluto la calma de la sucursal, pero el pueblo era otra cosa. Se había descubierto en mi oficina; habría de morir, de terminarse, en mi oficina.

 —¿Usted por qué se imagina que lo hice?

 La pregunta de Ibáñez me sorprendió, pero más me sorprendió la mujer que había hablado. Yo tenía los ojos paseando por otra parte cuando habló: una mirada que bajaba y subía por los muebles metálicos de mi archivo, recorría la mesa de los teléfonos, las cortinas y los biblioratos, como persiguiendo un ratón alado. Cuando oí su pregunta quise fulminar a Ibáñez por la falta de respeto y la miré directa, duramente.

 La pusilánime me sostuvo la mirada. No retrocedí. Ella tampoco.

 — Cuando saqué esa suma sabía que esto iba a suceder, aunque la devolviera —lo dijo sin bajar los ojos. Noté un aplomo desconocido en ella. Noté que me estaba invitando. Algo había que hacer.

 — Está despedida —dije. Y me sentí vacío.

 — Ya lo sé.
 Incluso acompañó la frase con un leve, muy leve gesto.

 — No sea impertinente — amenacé por el gesto —. Todavía estamos a tiempo de dar parte a la policía.

 Brillaron sus ojos, como si un pensamiento diferente al que correspondía esperar pasara detrás de ellos. Estuvo a punto de decirme algo y lo cambió por un:

 —No lo haga, señor gerente.

 Recién entonces pude terminar el café.

 Algo se estaba poniendo en su lugar, yo quería eso y, sin embargo, la señora Ibáñez volvía a mirarme de manera rara, a intranquilizarme. Noté que su busto era escaso.

 Aproveché el terreno que creía ganado para repetir la pregunta. Entonces, más que nunca, debía saber la verdad.

 — Lo hice para sentir.

 Yo me había levantado del sillón y había caminado hasta la ventana, dándole la espalda. Este pequeño teatro siempre refuerza el desarrollo del asunto, pero aquello... Sentí de nuevo algo extraño; por un lado quería saber cuáles habían sido las razones del robo, por otro comprendía que Ibáñez, esa señora Ibáñez que me resultaba más desconocida a cada segundo que la otra, la de todos los días, debía desaparecer de inmediato.

 Opté por moverme en dirección de lo primero.

 — Quería saber qué se siente al ser descubierta y perder el empleo por robo- agregó.

 Lo dijo como si ya no le interesara.

 —¿Usted está loca, Ibáñez, o me está tomando el pelo?

 Salvo los teléfonos, el ruido general detrás del vidrio opaco se silenció.

 Le dije cosas que no tenían por qué interesarme: de qué iba a vivir de allí en más y dónde, porque en el pueblo no se iba a poder quedar, era raro eso de despedir a alguien del banco sin aclarar del todo las razones, como lo teníamos decidido y, además, ¿quién la iba a tomar, aunque no estuviera marcada, como andaban las cosas allá por 1957? Empleos no había. Le pinté a la pobre mujer un panorama que ya debía haberse imaginado muy bien, pensé, pero es que de alguna manera quería reventarla. No comprendí entonces lo que me quería decir. Ahora creo que sigo sin entenderlo y mi señora tampoco.

 — Entonces voy a poder sentir algo —insistió—. Eso que siente alguien que se queda sin trabajo y se va medio echado del pueblo ¿no es así? Yo.

 La idiota sonreía y me pedía que le confirmara la perspectiva que se le venía encima.

 — Sí, exactamente —me estaba cansando— y si se cree que así, de esta forma medio rara, porque no sé adónde quiere llegar, va a conseguir que yo hable a su favor, si se cree que la vamos a tomar de vuelta... —me detuve. Estaba diciendo cualquier cosa.

 — Siga, siga —me alentó la muy canalla.

 Me quedé estupefacto. Algo, algo espeso y oculto me estaba, no sé, como asustando. La señora Ibáñez se entristeció.

 — Deje. Está bien —susurró. Había vuelto a ser Ibáñez, al menos eso fue lo que interpreté.

 Me enseñó un papel gris. Era el telegrama.

 —¿Ve? Ya lo sabía. Adiós, señor gerente.

 No sé por qué lo hice, pero la tomé del brazo y la detuve cuando ya había hecho girar el pestillo de la puerta para salir. El sonido de las máquinas de escribir retornó.

 — Usted no se va de acá sin decirme la verdad — ordené y cerré con fuerza la puerta.

 Sus ojos volvieron a brillar.

 — Usted —empezó—, ¿usted sabe quién soy yo? —no me permitió responder—. Yo soy un vampiro.

 No me dio tiempo para reírme ni para insultarla.

 — Soy un vampiro de las emociones. No piense que estoy loca ni se asuste. ¿Ve? —señaló la ventana —, es de día, hay sol. Yo me alimento de otra cosa: de emociones.

 Sin que la hubiese invitado, tomó asiento frente a mi escritorio y apoyó las manos, las dos manos,  sobre la superficie de éste, como si estuviera declarando. Me quedé de pie, mirando su perfil donde una floja papada empezaba a pronunciarse debajo de la barbilla. En la oreja que yo podía ver lucía un aro redondo y grande, de un nácar falso y rosado.

 Hizo retroceder la mandíbula inferior, como si se acomodara una dentadura postiza, y prosiguió.

 —Ya hacía mucho que no sentía una emoción. Tiempo atrás comprendí que para mí las peores son las mejores que puedo conseguir. Si fuera rica, no sé, viajaría. Por eso robé esa plata, por eso la devolví. Ahora, con este telegrama, todo terminó. Ya sentí.

 Torció el cuello para mirarme antes de volver a hablar.

 — Cuando no siento nada, mi vida es como un campo vacío, sin tierra ni arena siquiera. Puedo pasarme años así pero me voy debilitando y si algún día me paso del límite, hasta el campo vacío va a desaparecer y estaré muerta. Quiero vivir. Usted, los otros, pueden vivir de comida y de bebida y, cada tanto, algo les pasa. Eso a mí no me sirve. Esto, lo del robo, no es más que un sencillo tentempié. Me va a alcanzar para llegar a algo que sea suficiente, aunque... ¿sabe? cada vez la cuota se hace más grande.

 Me parece que yo jugaba con mi anillo en ese momento.

 — Una vez creí que me salvaba —empezó a decir en voz más baja—. Me enamoré. Era un hombre terrible, hecho pedazos. Él me odiaba. Estuvimos juntos casi todo un verano: en cada encuentro, en cada cita, se las arreglaba para torturarme con sus recuerdos. Sentía celos de cada mujer que él había amado porque él no me quería y ponía mucho empeño en hacérmelo saber. Sentía el dolor taladrante del paso del tiempo y la cercanía del día en que no lo vería más; las pequeñas alegrías también, pero me resultaban como breves entremeses, como aperitivos entre dolor y dolor. El primero desconfiaba, pero luego se habituó. Se entregó a mi apetito con todo su ser, ¿comprende?

 Creo que no respondí.

 — Era como una pasión al revés —detalló—, como un amor en negativo. Crecía día a día, se fortificaba como el verdadero amor, me destrozaba las vísceras y yo vivía. Exageré. Como una mujer genuinamente enamorada, me decía a mí misma que vivía, realmente vivía por primera vez. Cuando él comprendió dónde estaba, con quién, ya era tarde. Me había dado a mí lo mejor de sí. Lo abandoné. Jamás pudo entenderlo, me imagino. Ahora también lo dejo a usted. Me dio lo que necesitaba. Desde anoche que estoy sin dormir por esto.

 Alzó levemente el telegrama que tenía en la mano.

 — Sirvió. Ya me sentía demasiado débil. Voy a conseguir sentir miedo del día de mañana, esta vez. Quiero sentirlo. —Hizo una breve pausa, como repasando algo y agregó: — La muerte de mi padre, hace algunos años, también me ayudó. Y el desprecio de mis compañeros de trabajo, todos estos años... Pero no —agitó el telegrama—: esto y la muerte de mi padre fueron festines. Lo demás fue el pan cotidiano y yo no me daba cuenta.

 Afirmo lo que sucedió: se levantó y se fue.

 Ese mediodía me hicieron varias preguntas relacionadas con el tema y no me acuerdo, ahora, qué inventé para responderlas. Sí, con nitidez, que cuando salí del banco, esa tarde, ya casi me había olvidado del incidente. Y nunca más, hasta la fecha, volví a saber algo sobre la señora Ibáñez.


Luis Benítez

Luis Benítez (Buenos Aires, 1956) es miembro de la Academia Iberoamericana de Poesía, Capítulo de New York, (EE.UU.), de la World Poetry Society (EE.UU.); de World Poets (Grecia); del Advisory Board de Poetry Press (La India), de la Asociación de Poetas Argentinos (APOA), de Sociedad de Escritoras y Escritores de la República Argentina (SEA) y del PEN Club Argentino. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales por su obra literaria. Sus 36 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido publicados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.

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