Cuando era niña, salía diariamente a estudiar hacia el colegio de la Inmaculada. Iba a pié y solía irme despacio para escuchar los pájaros, que, en un jolgorio matutino, cantaban entre las ramas de los almendros y guayacanes, o para deleitarme con el olor a pan caliente de la panadería del barrio. A veces me sentaba unos minutos en la banca de un pequeño parque, mientras los tenues rayos del sol intentaban reconfortarme y miraba las montañas del frente. Siempre me llegaba el mismo pensamiento, de qué haría cuando fuera adulta y tenía el presentimiento de que mientras más metas lograra en mi vida, más cerca estaría de aquella imponente cordillera. Después seguía mi camino hasta llegar al colegio, que nos daba la bienvenida con un disco en vez de la acostumbrada campanada. Colocaban las melodías de Richard Clayderman, y con particular insistencia, la canción “Amor se escribe con A”.
El día transcurría lento, en especial, después del recreo, pero cerca de las tres, todas esperábamos ansiosas aquella tonada que anunciaba el final de la jornada. Pero hubo un día en que hizo demasiado frío y no cesó de llover a la hora de la salida. La mayoría vivíamos cerca, así que nos regresábamos caminando, pero esa tarde ninguna pudo salir por sus propios medios. Nos sentamos a esperar a que terminara de llover pero arreciaba con más fuerza, como si el cielo tuviera una misteriosa razón para dejarnos por un rato más en el colegio. Comenzamos a charlar durante la espera; Luz María dijo que podíamos irnos corriendo hasta su casa pues quedaba detrás del colegio, Vicky insistió que sería una buena experiencia correr y jugar bajo la lluvia y Mónica nos invitó a tomar el algo en su casa. De pronto comenzaron a llegar los padres de muchas de ellas en sus carros y en cuestión de media hora sólo quedamos cinco niñas de casi un centenar que esperábamos. Nos miramos y pensamos lo mismo. Tal vez no podrían venir por nosotras. En mi caso sabía que tendría que esperar a que amainara la lluvia pues mi padre estaba de viaje y mi madre no sabía conducir. Mientras pensaba en ellos llegaron por otras tres. Quedamos sólo dos, la otra se llamaba Teresita y de pronto dijo:
–Ya vendrán por mí. Es que vienen desde Laureles y como las calles están mojadas, se están demorando un poco.
Fotografia de Isabel Furini |
Tenía razón, a los diez minutos ya se había ido. Al ver que estaba sola y que el frío se escurría con rapidez dentro de mi piel, no pude evitar que mis lágrimas salieran y entibiaran mi rostro. Cuando ya había hecho acopio de todas mis fuerzas para caminar bajo la lluvia y me dispuse a bajar las escaleras para salir, observé que una bicicleta verde se aproximó a la puerta. Cuando estuvo más cerca pude ver que era Gustavo, mi hermano mayor y la felicidad asaltó mis sentidos, como si me hubiera ganado un anhelado premio. Llevaba puesto un impermeable rojo pero no le había servido de nada pues estaba completamente empapado.
– ¡Galena, te vine a buscar para llevarte a la casa! –me dijo esbozando una bella sonrisa de niño bueno que aún conserva en su rostro cuando esta alegre –. Mi mamá no está y yo decidí recogerte.
– ¡Muchas gracias Nino! ¡Muchas gracias! –le dije, pues así solía llamarlo. Mientras brincaba, dichosa a su lado, le di un cálido abrazo que aún guardo en mi memoria.
Él me acomodó lo mejor que pudo en la barra de la bicicleta y me colocó con delicadeza el otro impermeable que había traído para mí. Me sentí protegida, contaba con mi hermano a quien no le había importado mojarse en medio de aquella tempestad.
Cuando me monté, Nino comenzó a pedalear con dificultad, sentí su respiración forzada en mi espalda y su empeño para hacer mover la bicicleta por mi peso adicional, pero poco a poco fue cogiendo impulso y ya no fue difícil continuar. Seguía lloviendo, pero a mí ya no me importó y comencé a disfrutar con las gotas heladas que caían sobre nuestro cuerpo. Estábamos disfrutando de un juego más de los que solíamos inventar y deseé alargar el paseo antes de llegar a la casa.
¡Sigamos montando, Nino! –le dije con euforia–. ¡Vamos a comer pastel al parque!
¡Bueno, pero no le diga a mi mamá! –me contestó entusiasmado después de pensarlo por unos momentos.
Cuando llegamos a la intersección con la calle treinta, mi hermano volteó y comenzamos a bajar hasta el parque. Nos detuvimos en la panadería Pan Pluff, que considerábamos la mejor del barrio Belén y me invitó a comer pastel de arequipe, que era mi preferido. Nos sentamos mojados, mientras saboreábamos el dulce acaramelado dentro del hojaldre, sintiendo que la lluvia nos había dado aquella aventura maravillosa. Después de aquel día, tuve la certeza de que siempre contaría con mi hermano en los momentos difíciles y no me equivoqué, porque continuó llegando a mi vida con un impermeable nuevo en cada tiempo de bruma, su sonrisa optimista y el poder de un mago para cambiar el tono gris del día por uno añil y soleado. Cuando salimos ya había dejado de llover. Nino volvió a subirse a su bicicleta, se quitó su impermeable y me dijo sonriendo:
– ¡Vamos Galena, el mundo es nuestro!
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