Olga Elena Martínez Gómez: Plazo cumplido - Cuento en español



Alejandro se  acercó una vez más a la ventana para observar la calle principal, seguía desierta. Sabía que a esa hora era peligroso salir del hospital hasta su apartamento, así quedara cerca, pues con frecuencia las calles polvorientas se humedecían de muerte. Por eso no había nadie, solo el calor pegajoso deambulaba alrededor del pueblo.
Al fin salió. Sus pasos acelerados no le evitaron un temblor en las piernas, ni un sudor frío que empapó su cuerpo. Miró varias veces hacia atrás, asegurándose de que la calle siguiera solitaria. Comenzó a respirar con rapidez, sus latidos violentos estallaron en su cabeza y no pudo escuchar más que un vendaval interior.

¡Morirá esta noche! – gritó de pronto una voz metálica.
¿Qué dice? – contestó asustado Alejandro, volteándose para buscar de dónde venía aquella voz
¡No podrá salvarse! ¡Ni siquiera ser médico le ayudará!
¿Por qué? ¿Qué le he hecho yo?
¡Fue testigo esa noche!
¿De qué? ¡No entiendo nada!
¡Del hombre que maté y cayó sobre usted!
Alejandro permaneció quieto, aferrado al suelo. Pasó con brusquedad la mano por la cara, como queriendo borrar aquel recuerdo que persistía y le  apretaba  el pecho.
¡No he dicho nada! ¡Se lo juro!
¡Pero vio mi cara! ¡Lo mataré por eso!

Al oír de nuevo la amenaza, intentó devolverse hasta el hospital, pero el miedo paralizó sus piernas. Sintió unos pasos que se aproximaron hasta él,   reconociendo a su agresor: “El buitre”. Al acercársele más, el médico observó que le faltaban dos dedos de su mano izquierda y una cicatriz atravesaba el lado derecho de su cara. Cuando estuvo a un paso de distancia, le descargó un golpe a Alejandro que lo derribó. Se levantó aturdido e intentó correr, pero no pudo hacer nada cuando vio al frente suyo el cañón de un Smith y Wesson apuntándole.

Se incorporó con rapidez en la  cama, tratando de desprenderse aquellas imágenes oníricas que se habían tornado repetitivas. La aparente realidad del sueño le dejó una saliva espesa en la boca que le ocasionó náuseas. Ya ni dormido podía deshacerse de esa idea fija, que lo perseguía hasta el inconsciente.

Caminó aún descompuesto hasta la ducha. Necesitaba tomar agua y sentirla correr sobre su cuerpo acalorado. Observó su desnudez, deteniéndose en el muslo donde tenía un gran lunar que le recordó los rasgos genéticos de su familia. Evocarla, le daba tranquilidad.

El turno de la noche en el hospital apenas empezaba y el trabajo era intenso, como solía suceder los domingos. Alejandro se veía cansado y apenas si hablaba con los demás.
¿Te ha vuelto a seguir?
Sí, en todos los rincones me parece verlo – dijo Alejandro mientras atendía un herido.
He escuchado al “Buitre” conversar con sus amigos.
¿Qué les dice?
¡Que te matará con su Smith y Wesson!

El médico suspendió de inmediato su trabajo. Un ligero estremecimiento no lo dejó continuar.
¿Por qué me dices eso? ¿También tú quieres ensañarte conmigo?
Tranquilo, solo quiero que tengas más cuidado.
¡Pero si no tengo un minuto de descanso por estar vigilando!

Al terminar, su bata blanca quedó empapada en sudor. La enfermera que estuvo a su lado no supo con quién conversaba, pues nadie contestaba sus palabras; pero él seguía hablando y al hacerlo miraba a un punto fijo donde no había nada, solo aire caliente.
Estaré en la pieza de los médicos. Llámeme si llega otro paciente   - le dijo  al alejarse por el fondo del corredor.
Mientras trataba de dormir, advirtió que intentaban abrir la puerta. Sin pensarlo se paró de un salto y agarró la perilla, empujando con fuerza para no dejarla abrir, mientras balbuceaba frases entrecortadas.

¡Soy yo doctor, el celador!
Al escucharlo, Alejandro dejó de oponer resistencia y abrió.
¡Perdone, no pensé que era usted!  - respondió agitado todavía.
Lo necesitan en Urgencias, ha llegado un herido – dijo asustado por la reacción del médico.

Se vistió despacio y respiró profundo, para tratar de disminuir su ansiedad.
Al entrar en Urgencias, encontró a un hombre sangrando profusamente por el cuello. Lo conocía. Era David, un trabajador de las bananeras. Le dio los primeros auxilios y luego le hizo una pequeña cirugía que logró estabilizarlo. Terminado el procedimiento, con el paciente ya en la habitación, Alejandro continuó vigilándolo.
Gracias doctor, me salvó la vida – dijo en tono débil, al darse cuenta que estaba junto a él.
Sí, estás fuera de peligro.
Un hombre trató de matarme por presenciar un crimen que él cometió, pero me defendí y lo maté primero – agregó al final David con frialdad.
Después de escucharlo, Alejandro se paró perturbado y comenzó a caminar de un lado para otro, sin prestar atención a aquello que seguía diciendo el paciente. Por fin se detuvo para encender un cigarrillo. David observó cómo se ahogaba con cada bocanada.
¿Qué le pasa doctor?
¡No soporto más! – contestó.

Se sentó en la cama y sostuvo su cabeza con las manos. Miró a David y empezó a hablar. Parecía una locomotora a toda velocidad.
¿Hace cuánto sucedió? – preguntó David.
Un mes – contestó más tranquilo.
¿Está seguro de que fue él quien lo mató?
Por supuesto. Todo lo recuerdo muy claro. Por eso me asesinará,  porque fui su testigo.
Pero, ¿De verdad lo persigue? ¿O lo imagina?
Al principio me seguía. Yo lo miraba asustado y él se reía. Levantaba su chaqueta para que viera su revólver y se marchaba.
¿Y ha llegado a decirle que lo matará?
Sí, en tres ocasiones. La última fue cerca del hospital. Al amenazarme, corrí sin volver a mirarlo. Cuando llegué  a mi apartamento me di vuelta para buscarlo y no estaba.
¿Entonces, las demás veces?
¿Las demás?... Creo que las he imaginado. Ahora ya no distingo si es o no real lo que me sucede.
¿Está usted bien, doctor?
No. Por eso he decidido marcharme – habló en voz baja.
¡Usted no puede irse! ¡El pueblo lo necesita porque es el mejor!
No hay más remedio. Ya no puedo más.
Alejandro se paró, lo revisó de nuevo, indicándole que se quedara en reposo y salió. Quería recostarse un rato antes que amaneciera.
Ya era lunes y acababa de terminar  su turno. Antes de salir del hospital, quiso ver a David nuevamente.
Estás bien, pero te quedarás un día más –le dijo Alejandro.
Hay un problema. No tengo dinero – le contestó, mirándolo con mucha atención.
Te conozco. Además trabajas. Hablaré por ti para que puedas pagar después.
¡Le pagaré en cinco días! ¡Se acordará de mí, cumplido el plazo!

Era temprano cuando llamaron a Alejandro al domingo siguiente a su apartamento. Lo necesitaban para una necropsia. De nuevo lo avasalló el recuerdo de su sueño obsesivo, en el que siempre despertaba antes de ser asesinado. Ahora, mientras se afeitaba, imaginó el final:
“Encontraron muy temprano a Alejandro en una calle cercana al hospital. Se percibía aún el olor de pólvora en su cuerpo. La sangre, ya seca, estaba pegada en su rostro, y evidenciaba que el blanco había sido su cabeza. Se formó un  corrillo alrededor del cadáver. Todos murmuraban tratando de explicarse las razones del crimen. Por fin dos hombres  decidieron recogerlo y llevarlo al hospital. Los demás siguieron el cortejo  en silencio, con las caras incrédulas, mirando hacia el suelo. Lo dejaron en Urgencias sobre una camilla, mientras el médico de turno observaba espantado a su colega allí tendido, muerto. La sensación de impotencia fue insoportable, la cual empeoró con los gritos de las enfermeras que no daban crédito a lo que veían. Ya no había nada que hacer, solo trasladarlo a la morgue, desnudarlo sobre la plancha metálica, y esperar a que el médico disponible llegara para hacer la necropsia”.

Listo para la necropsia, Alejando bajó con lentitud las escaleras de su apartamento. No pudo evitar una extraña impresión de estar muerto, ocasionada por tener que atravesar el lugar en donde   imaginó  que habían encontrado su cuerpo. Llegó al hospital, que estaba casi vacío. Aceleró su paso y lo recorrió  sin detenerse. De nuevo sus piernas le temblaban, pero esta vez no fue por la persecución de su agresor. Ahora solo tenía una idea repetitiva en su cabeza: Entrar en la morgue. Estaba ubicada en el patio trasero, donde había un pequeño cuarto adaptado. La puerta estaba entreabierta y afuera, en el otro extremo del patio, un tumulto de curiosos esperaba a que llegara el médico.
Al parecer fue alguien conocido – pensó.

A varios metros de distancia trató de identificar el cadáver. Estaba desnudo sobre la plancha y vio con claridad un lunar sobre su muslo. Alejandro palideció, no podía creer que estuviera viviendo aquella escena. Sintió que el pánico sacudió su cuerpo, tornando sus pasos indecisos y tardando su avance.

¡Por qué yo! - se repetía, mientras sus ojos hinchados permanecían fijos sobre la plancha metálica.
Al llegar a la puerta, no pudo más que aferrarse a ella, al ver finalmente de cerca el cuerpo. La expresión de su rostro cambió, pero el impacto persistía reflejado en sus ojos. No pudo hablar, ni dar un paso más. La sangre, ya seca, estaba pegada en aquel rostro yerto, y evidenciaba que el blanco había sido su cabeza. Ese hombre allí tendido tenía, además, una cicatriz que atravesaba el lado derecho de su cara y le faltaban dos dedos de su mano izquierda.



Olga Elena Martínez Gómez, escritora y ensayista colombiana. Tiene una novela y un libro de cuentos publicados con La Editorial Mirada Malva (España),  además de dos libros de ensayos.

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