El gran Match (Cuento de Héctor Zabala - en Castellano)

Imagem gerada pela IA do Bing

EL GRAN MATCH

Héctor Zabala ©

Éramos todos adolescentes, en su mayoría nuevitos en el Círculo de Ajedrez de Villa Ballester. De hecho, los socios que menos sabíamos del juego-ciencia, o —por decirlo de otro modo— los que menos ciencia aplicábamos al juego. Eso sí, quizá también los más entusiastas. Gloriosa edad en que partidas de dudosos sacrificios a lo Anderssen o Tahl son indudablemente superiores a las tecnicistas y retraídas de la clásica escuela de Steinitz.

Para bien o para mal formábamos el equipo juvenil del viejo Círculo. Jóvenes a quienes el querido Jacobo Bolbochán dispensaría siempre mayor paciencia y consejos que nosotros a él, oídos y atención. Chicos inquietos que de pronto quedábamos quietos, extasiados, ante una explicación del maestro de cómo ganar un complicadísimo final de torres con peón de ventaja y que, por supuesto, olvidaríamos aplicar después.

Debió ser sábado. Lo infiero porque casi todos trabajábamos y estudiábamos en la semana. Pues aquella década de los ‘60 era terrible para la sociedad argentina. Época en la que cualquier joven, a la inversa que ahora, conseguía empleo sin tantos planes oficiales de supuesta capacitación. Un tiempo en que quedaba tiempo para estudiar una carrera si se tenía perseverancia.


Y ahí estaba esa tan ansiada tarde nuestro grupo de doce a quince muchachitos, más voluntariosos que sabios, en el bufé de aquella sociedad de fomento, ya desaparecida. No todos con los dieciocho cumplidos.

Nuestros rivales eran hombres maduros, todos habitués del lugar, pues un socio de nuestro Círculo, quizá vecino a la sede adversaria, había hecho el contacto entre ambos clubes. Los directivos locales habían recalcado que no eran un club de ajedrez y que carecían por lo tanto de suficientes jóvenes “expertos” para un equipo similar. Se acordó entonces que los juveniles del Circulo jugáramos contra el seleccionado mayor (y único) de los fomentistas.

Un duelo desparejo, o mejor dicho de antecedentes contrapuestos. Los jóvenes pasábamos por ser los que conocíamos algo de teoría; nuestros rivales los que traían la experiencia que dan los años de tablero entre cigarrillos y tazas de café.

Habíamos llegado con sobrada puntualidad pero nos faltaba el capitán, delegado o como quiera llamársele. En aquella época ningún equipo juvenil —aunque no se nos pasara por la cabeza tomar birra ni hacer líos— se presentaría de visitante sin el señero adulto del Círculo. Esa función la cumplía el mismo Bolbochán, por ejemplo contra la sección ajedrez del Club Atlético Vélez Sársfield, pero las más de las veces algún miembro directivo. Pero sea que alguien pensó que iría el otro o que alguien olvidó de avisarle a alguien, lo cierto fue que esa vez estábamos todos allí parados. Jóvenes frente a no tan jóvenes, mirándonos las caras, sin empezar “el gran match”.

Para nosotros era muy importante ese encuentro porque —con suerte variada— ya habíamos disputado varios, pero siempre contra muchachitos como nosotros. Nunca contra un equipo de hombres grandes. Era una novedad. Y el del Círculo que no aparecía.

A todo esto, cada fomentista sostenía con resignación bajo su axila derecha un tablero y caja de su propiedad pues, como ya se dijo, no eran un club de ajedrez. Así que cada cual debió traer piezas y tablero de su casa.

Pasado un tiempo prudencial, decidimos que el mayor de nosotros oficiara de capitán provisorio hasta que llegara el delegado del Círculo. Nos presentamos de la manera más ceremoniosa posible y nos pusimos a charlar para hacer tiempo. Parece que éramos bastante educaditos porque les caímos bien a nuestros rivales que al rato ya nos tuteaban y nos llamaban por nuestros nombres de pila. Lo cual no iba a obstar para enchufarnos un mate en dos si tenían oportunidad de hacerlo y lo mismo por nuestra parte.

Por fin, viendo que el responsable del Círculo no llegaba, se decidió de común acuerdo designar el orden de tableros. Ahí algunos fomentistas caen en la cuenta de que les faltaban dos juegos de piezas. Pero con solvencia, su capitán explicó que a dos de los suyos no les había pedido traer nada porque en el bufé se disponía de tal número.

Mientras el resto nos organizábamos para disponer mesas, tableros, sillas y trebejos, los dos capitanes se acercaron al bufetero, a la sazón un gallego que hasta ese instante nos observaba sin abrir la boca. Ante el formal pedido de los dos tableros con sus piezas, la sorpresa fue tremebunda cuando el hasta entonces circunspecto gallego se negó a entregarlos. Es más, no conforme con eso, extendió su condena a todos los juegos traídos por los fomentistas porque “ningún menor de veintidós años puede jugar en este bufé”.

Revuelo general. Viejos y jóvenes nos agolpamos contra el mostrador. Con variados argumentos intentábamos disuadirlo, pero nada. El índice izquierdo e impertérrito del gallego señalaba un amarillento edicto policial colgado a manera de cuadrito en una pared pegada a la barra-mostrador.

La discusión fue caótica, todos —capitanes y no capitanes— encaramos al buen gallego. Pero uno de los nuestros, un poco por su curiosidad juvenil aunque mucho más por su mejor vista, se tomó el trabajo de descifrar las pálidas, manchadas, letras del edicto. Loco de contento, trajo la buena nueva de que el papel prohibía únicamente “...a los menores cualquier juego de azar o por dinero...”

Aquí la cosa cambió. El capitán contrario se puso las lentes. Comprobó con sus propios ojos que lo dicho por nuestro compañero era cierto. Ya le parecía que a los directivos de la sociedad de fomento no podía pasárseles por alto algo así.

—Vamos, Manolo, dejate de joder, el edicto es claro: está prohibido que jueguen menores pero solamente juegos por dinero y de... Dale, que no es el caso.

Como el bufetero se mantenía en sus trece, empezó la cargada. En especial de sus amigos más íntimos que hacían alusión deliberada a que el ajedrez no era un juego de azar y que el pobre Manolo confundía los tantos. La cosa duró unos diez minutos, hasta que el honrado gallego estalló:

—¡Por favor! ¡Basta de explicarme que el ajedrez no es un juego de azar! Que no seré un Capablanca, hombre, pero sé lo bastante... Vamos, que también me gustaría jugar en mi equipo. Pero vayan, señores míos, a explicárselo al milico de la bonaerense cuando caiga por aquí. Cuando me cierre por dos semanas el bufé, y a todos estos rapaces se los lleve en cana... ¡de que el ajedrez no es un juego de azar!

No hubo forma de convencerlo: tenía familia, no quería arriesgarse. La opinión se dividió. El bufé era el espacio apropiado para disputar el match en aquel sitio, así que los pibes —con pena de todos— nos tuvimos que ir.

Sin embargo, a las dos semanas ambos equipos nos enfrentábamos en las mesas-tablero del Círculo. En las filas fomentistas figuraba el gallego. Que no sería un Capablanca, como él mismo decía, pero que le sobró tela y acuarela para pintarlo al pobre juvenil que le plantamos adelante.


Escritor Héctor Zabala 

HÉCTOR ZABALA

Narrador, ensayista y dramaturgo argentino (Villa Ballester, Provincia de Buenos Aires, 1946). Reside en la ciudad de Buenos Aires.
Más de una docena de premios y distinciones en narrativa corta, nacionales e internacionales.
Ha publicado las siguientes obras:
A través de eBook Argentino, Pampia Grupo Editorial, Buenos Aires, abril 2016:
Diván en crisis (obra teatral con Diana Decunto y Alicia Zabala)
Rollos sacrílegos (cuentos)
Unos cuantos cuentos (cuentos)
El trotalibros y algunos mitos (cuentos)
A través de JustFiction! Edition, Riga (Letonia), agosto 2019: Pateando tableros (cuentos)
Obras y artículos de su autoría aparecen también en unas cien páginas literarias de internet.
Director de la revista literaria Realidades y Ficciones y del suplemento respectivo, desde 2010 a la fecha.
Fue redactor de la Revista Sesam de la Sociedad de Escritores de San Martín (SESAM). Contador público nacional (Universidad de Buenos Aires). Maestro internacional de ajedrez (ICCF), fue el VIII campeón latinoamericano de ajedrez postal (CADAP) en 1994.


Comentários